Marguerite Duras

1914-1996, Francia

Trad. Ana María Moix

Escribir

Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido. Un escritor es algo que descansa, con frecuencia, escucha mucho. No habla mucho porque es imposible hablar a alguien de un libro que se ha escrito y sobre todo de un libro que se está escribiendo. Es imposible. Es lo contrario del cine, lo contrario del teatro y otros espectáculos. Es lo contrario de todas las lecturas. Es lo más difícil. Es lo peor. Porque un libro es lo desconocido, es la noche, es cerrado, eso es. El libro avanza, crece, avanza en las direcciones que creíamos haber explorado, avanza hacia su propio destino y el de su autor, anonadado por su publicación: su separación, la separación del libro soñado, como el último hijo, siempre el más amado.
Un libro abierto también es la noche.  
Estas palabras que acabo de pronunciar me hacen llorar, no sé por qué.  
Escribir a pesar de todo pese a la desesperación. No: con la desesperación. Qué desesperación, no sé su nombre. Escribir junto a lo que precede al escrito es siempre estropearlo. Y sin embargo hay que aceptarlo: estropear el fallo es volver sobre otro libro, un posible otro de ese mismo libro.  
 (…)
 Cuando un libro está acabado —un libro que se ha escrito, claro—, al leerlo, ya no podemos decir que ese libro es un libro que ha escrito uno, ni qué se ha escrito en él, ni en qué desesperación o en qué estado de felicidad, el de un hallazgo o de un fallo de todo tu ser. Porque, al fin y al cabo, en un libro, no se puede ver nada semejante. La escritura es uniforme en cierto modo, atemperada. Ya no sucede nada más en un libro así, acabado y distribuido. Y recobra la indescifrable inocencia de su llegada al mundo.  
Estar sola con el libro aún no escrito es estar aún en el primer sueño de la humanidad. Eso es. También es estar sola en la escritura aún yerma. Es intentar no morir por su causa. Es estar sola en un refugio durante la guerra. Pero sin rezos, sin Dios, sin pensamiento alguno salvo ese deseo loco de matar a la nación alemana hasta el último nazi.  
La escritura ha existido siempre sin referencia alguna o bien es… Sigue siendo como el primer día. Salvaje. Diferente. Salvo la gente, las personas que circulan por el libro, nunca las olvida uno en el trabajo y el autor nunca las echa de menos. No, estoy segura, no, la escritura de un libro, el escribir. Pues es siempre la puerta abierta hacia el abandono. El suicidio está en la soledad de un escritor. Uno está solo incluso en su propia soledad. Siempre inconcebible. Siempre peligrosa. Sí. Un precio que hay que pagar por haber osado salir y gritar.  
(…)
En el libro hay eso: la soledad es la del mundo entero. Está por todas partes. Lo ha invadido todo. Sigo creyendo en esta invasión. Como todo el mundo. La soledad es eso sin lo que nada se hace. Eso sin lo que ya no se mira nada. Es un modo de pensar, de razonar, pero sólo con el pensamiento cotidiano. También eso está presente en la función de la escritura y ante todo quizá decirse que no es necesario matarse todos los días desde el momento en que todos los días podemos matarnos. Eso es la escritura del libro, no es la soledad. Hablo de la soledad pero no estaba sola, ya que tenía ese trabajo que sacar adelante, hasta la luz, ese trabajo de condenados: escribir El vicecónsul. Fue escrito y traducido a todas las lenguas del mundo entero, y está guardado. Y en ese libro el vicecónsul dispara contra la lepra, contra los leprosos, los miserables, contra los perros y luego dispara contra los Blancos, los gobernadores blancos. Mataba todo excepto a ella, la que se ahogó en el Delta una mañana de un día determinado, Lola Valérie Stein, esa Reina de mi infancia y de S. Thala, esa mujer del gobernador de Vinh Long.
 
Ese libro fue el primer libro de mi vida. Transcurría en Lahore, y también allí, en Camboya, en las plantaciones, transcurría por todas partes. El vicecónsul empieza con la niña de quince años que está embarazada, la pequeña annamita que ha sido arrojada de la casa materna y que da vueltas por ese macizo de mármol azul de Pursat. Ya no sé cómo sigue. Recuerdo que me costó mucho encontrar ese lugar, esa montaña de Pursat donde nunca había estado. El mapa estaba allí, encima de mi mesa de trabajo y seguí las sendas de los mendigos y de los niños con las piernas rotas, ya sin mirada, por sus madres, y que comían basuras. Era un libro muy difícil de escribir. No había plan posible para expresar la amplitud de la desdicha porque ya no había nada de los elementos visibles que la habían provocado. Sólo existía el Hambre y el Dolor.  
No había encadenamiento entre los acontecimientos de carácter salvaje, ya que nunca había programación. Nunca la hubo en mi vida. Nunca. Ni en mi vida ni en mis libros, ni una sola vez.  
Escribía todas las mañanas. Pero sin horario alguno. Nunca. Excepto en lo que se refiere a la cocina. Sabía cuándo había que ir para que tal cosa hirviera o tal otra no se quemara. En lo que se refiere a los libros, también lo sabía. Lo juro. Todo, lo juro. Nunca he mentido en un libro. Ni tampoco en mi vida. Excepto a los hombres. Nunca. Y eso se debe a que mi madre me infundió miedo con eso de que la falsedad mataba a los niños mentirosos.  
 
Creo que lo que reprocho a los libros, en general, es eso: que no son libres. Se ve a través de la escritura: están fabricados, están organizados, reglamentados, diríase que conformes. Una moción de revisión que el escritor desempeña con frecuencia consigo mismo. El escritor, entonces, se convierte en su propio policía; Entiendo, por tal, la búsqueda de la forma correcta, es decir, de la forma más habitual, la más clara y la más inofensiva. Sigue habiendo generaciones muertas que hacen libros pudibundos. Incluso jóvenes: libros encantadores, sin poso alguno, sin noche. Sin silencio. Dicho de otro modo: sin auténtico autor. Libros de un día, de entretenimiento, de viaje. Pero no libros que se incrusten en el pensamiento y que hablen del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento.  
No sé qué es un libro. Nadie lo sabe. Pero cuando hay uno, lo sabemos. Y cuando no hay nada, lo sabemos como sabemos que existimos, no muertos todavía.
Cada libro, como cada escritor, tiene un pasaje difícil, insoslayable. Y debe optar por dejar este error en el libro para que siga siendo un verdadero libro, no una falsedad. La soledad no sé en qué se convierte, luego. Aún no puedo decirlo. Creo que esa soledad se torna trivial, a la larga se convierte en algo vulgar, y que es un gran acierto.    

Collage propio

Tłum. Magdalena Pluta

pisać

Pisarz to ciekawe zjawisko. To sprzeczność, albo i nonsens. Pisać znaczy także nie mówić. Zamilknąć. Krzyczeć bezgłośnie. Często można porządnie wypocząć, dużo się słucha. Pisarz nie mówi dużo, bo nic można rozmawiać z kimś o książce, którą się napisało, czy tym bardziej o książce, którą się teraz pisze. To niemożliwe. Całkiem odwrotnie niż w przypadku kina, teatru i innych widowisk. Odwrotnie niż z jakąkolwiek lekturą. To jest najtrudniejsze ze wszystkiego. Najgorsze. Bo książka to nieznane, to noc, to zamknięcie, właśnie tak. To książka posuwa się naprzód, rozrasta, zmierza w kierunkach, o których myśleliśmy, że już je poznaliśmy, zmierza ku własnemu przeznaczeniu i ku przeznaczeniu swojego autora, który przestaje istnieć z chwilą jej wydania: rozstanie z nią, z książką wymarzoną, wyśnioną, jak z najmłodszym dzieckiem, zawsze najbardziej ukochanym ze wszystkich.
Książka otwarta to także noc.
Nie wiem dlaczego, ale te ostatnie słowa pobudzają mnie do płaczu.
Pisać mimo wszystko, wbrew rozpaczy. Nie: z rozpaczą. Nie wiem, jaką to rozpacz. Pisać na uboczu tego, co poprzedza tekst, to go zmarnować. A jednak trzeba się z tym pogodzić: zmarnować coś, co było porażką to zawrócić w stronę innej książki, w stronę innej możliwości tej samej książki.
(…)
Kiedy książka jest ukończona – mam na myśli tę, którą się pisało – czytając ją, nie można już stwierdzić, że to ta sama książka, którą się napisało, ani określić, co zostało w niej przedstawione, ani jaka to była rozpacz, czy jakie szczęście, że się odnalazła albo że upadła cała istota człowieka. Ponieważ na końcu, w książce, niczego takiego nie widać. Dzieło jest w pewnym sensie jednorodne, dojrzałe. W takiej książce, skończonej i rozpowszechnionej, nic nowego się już nie zdarza. Ona powraca do niepojętego stanu niewinności, jaki towarzyszył jej narodzinom.
Obcować samotnie z książką, która jeszcze nie została napisana, to wciąż być pogrążonym w pierwotnym śnie ludzkości. Właśnie tak. To także obcować samotnie z pisaniem, które jeszcze leży odłogiem. To próbować nie umrzeć od tego. To być samą w schronie w czasie wojny. Tyle że bez modlitwy, bez Boga, bez żadnej myśli poza tą szaloną żądzą wymordowania Narodu niemieckiego aż po ostatniego nazistę.
Pisanie zawsze pozbawione było wszelkich odniesień albo też jest… Wciąż jest jak pierwszego dnia. Dzikie. Inne. Z wyjątkiem ludzi; o osobach, które krążą w książce, nigdy nie zapomina się podczas pracy i nigdy autor ich nie żałuje. Nie, co do tego jestem pewna, nie, pisanie książki, to, co napisane. Zatem zawsze to można porzucić. Samotność pisarza mieści w sobie samobójstwo. Człowiek jest sam nawet w swojej własnej samotności. Zawsze niepojętej. Zawsze niebezpiecznej. Tak. Cena, którą trzeba zapłacić za to, że ośmieliło się wyjść i krzyczeć.
(…)
Oto, co mieści w sobie książka: samotność odnosi się w niej do całego świata. Jest wszędzie. Zagarnęła wszystko. Naprawdę wierzę, że zagarnęła. Jak każdy. Bez samotności niczego się nie da zrobić. Na nic nie można patrzeć. To jest sposób myślenia, rozumowania, ale wyłącznie myślą codzienną. To się zawiera także w funkcji pisania i może przede wszystkim powtarzania sobie, że nie trzeba codziennie pozbawiać się życia, skoro codziennie można to zrobić, l o jest właśnie pisanie książki, a nie samotność. Mówię o samotności, ale nie byłam samotna, bo miałam tę pracę, którą musiałam doprowadzić do ostatniej kropki, tę pracę galernika: napisać Wicekonsula. I ta książka powstała i została przetłumaczona na języki całego świata, i się przyjęła. W tej książce wicekonsul strzela do trądu, do trędowatych, do nędzarzy, do psów, a potem strzela i do Białych, do białych zarządców. Zabijał wszystko z wyjątkiem jej, tej, która pewnego ranka utopiła się w Delcie, Loli Valerii Stein, Królowej mojego dzieciństwa i S. Thali, żony gubernatora w Vinh Long.
To była pierwsza książka mojego życia. To się działo w Lahore, a także tam, w Kambodży, na plantacjach, wszędzie. Na samym początku Wicekonsula pojawia się piętnastoletnie dziecko w ciąży, mała Annamitka wypędzona przez matkę z domu, która błąka się wśród masywu błękitnego marmuru Pursat. Nie pamiętam już, co jest dalej. Pamiętam, że miałam duże trudności z odnalezieniem tego miejsca, tych gór w Pursat, gdzie nigdy me dotarłam. Mapa leżała tu na biurku, a ja śledziłam drogi żebraków i dzieci z połamanymi nogami, ociemniałych, porzuconych przez matki, żywiących się odpadkami. Bardzo trudno było napisać tę książkę. Nie istniała żadna płaszczyzna, na której można by oddać rozmiary nieszczęścia, ponieważ nie zostało już nic z wydarzeń, które mogłyby je wywołać. Został już tylko sam Głód i Ból.
Dzikie z natury wypadki nie wiązały się ze sobą, a zatem niczego nie można było zaplanować. Nigdy nic było tego w moim życiu. Nigdy. Ani w życiu, ani w książkach – ani razu.
Pisałam każdego ranka. Ale bez żadnego planu zajęć. Nigdy. Z wyjątkiem kuchni. Wiedziałam, kiedy trzeba przyjść, żeby się zagotowało albo nie przypaliło. Wiedziałam to też, jeśli chodzi o książki. Przysięgam. Wszystko przysięgam. Nigdy nie skłamałam w książce. Ani nawet w życiu. Tylko mężczyznom. Nigdy. A to dlatego, że matka nastraszyła mnie, że kłamstwo zabija kłamiące dzieci.
 
Wydaje mi się, że to co zarzucam książkom, ogólnie rzecz biorąc, to to, że nie są wolne. Akt pisania uwidacznia fakt, że zostały wyprodukowane, zorganizowane, poddane kontroli, że się tak wyrażę. Przymus korygowania, który pisarz bardzo często odczuwa względem siebie. I wtedy staje się własnym gliną. Rozumiem przez to poszukiwanie właściwej formy, czyli formy najpowszechniejszej, najbardziej przejrzystej, bezpiecznej. Nadal istnieją martwe generacje, które tworzą książki wstydliwe. Nawet młodzi: książki pełne uroku, bez żadnego przedłużenia, bez nocy. Pozbawione ciszy. Inaczej mówiąc: bez prawdziwego autora. Książki powszednie, dla rozrywki, dobre w podróży. Ale nie takie, które zapuszczają korzenie i wyrażają ciężką żałobę każdego życia, wspólny punkt wszelkiej myśli.
Ja nic wiem, czym jest książka. Nikt tego nie wie. Ale człowiek wie, kiedy ma z nią do czynienia. I wie, kiedy ma do czynienia z niczym – jak to, że jest, że jeszcze nie umarł.
Każda książka jak i każdy pisarz mają w sobie trudne miejsce, którego nie sposób ominąć. I musi się zdecydować zostawić ten błąd w książce, żeby pozostała prawdziwa, nieprzekłamana. Jeszcze nie wiem, czym samotność staje się później. Jeszcze nie mogę o tym mówić. Ale mam wrażenie, że ta samotność staje się czymś zwyczajnym, że z czasem – pospolicieje, i że to jest dobre.

Écrire

C’est curieux un écrivain. C’est une contradiction et aussi un non-sens. Écrire c’est aussi ne pas parler. C’est se taire. C’est hurler sans bruit. C’est reposant un écrivain, souvent, ça écoute beaucoup. Ça ne parle pas beaucoup parce que c’est impossible de parler à quelqu’un d’autre d’un livre qu’on a écrit et surtout d’un livre qu’on est en train d’écrire. C’est impossible. C’est à l’opposé du cinéma, à l’opposé du théâtre, et autres spectacles. C’est à l’opposé de toutes les lectures. C’est plus difficile de tout. C’est le pire. Parce qu’un livre c’est l’inconnu, c’est la nuit, c’est clos, c’est ça. C’est le livre qui avance, qui grandit, qui avance dans les directions qu’on croyait avoir explorées, qui avance vers sa propre destinée et celle de son auteur, alors anéanti par sa publication : sa séparation d’avec lui, le livre rêvé, comme l’enfant dernier-né, toujours le plus aimé.  
Un livre ouvert c’est aussi la nuit.  
Je ne sais pas pourquoi, ces mots que je viens de dire me font pleurer.  
Écrire quand même malgré le désespoir. Non : avec le désespoir. Quel désespoir, je ne sais pas le nom de celui-là. Ecrire à côté de ce qui précède l’écrit c’est toujours le gâcher. Et il faut cependant accepter ca : gâcher le ratage c’est revenir vers un autre livre, vers un autre possible de ce même livre.  
(…)
Quand un livre est fini –un livre qu’on a écrit j’entends-on ne peut plus dire en le lisant que ce livre-là c’est un livre que vous avez écrit, ni quelles choses y ont été écrites, ni dans quel désespoir ou dans quel bonheur, celui d’une trouvaille ou bien d’une faillite de tout vôtre être. Parce que, à la fin, dans un livre, rien de pareil ne peut se voir. L’écriture est uniforme en quelque sorte, assagie. Rien n’arrive plus dans un tel livre, terminé et distribué. Et il rejoint l’innocence indéchiffrable de sa venue au monde.  
Être seule avec le livre non encore écrit, c’est être encore dans le premier sommeil de l’humanité. C’est ça. C’est aussi être seule avec l’écriture encore en friche. C’est essayer de ne pas en mourir. C’est être seule dans un abri pendant la guerre. Mais sans prière, sans Dieu, sans pensée aucune sauf ce désir fou de tuer la Nation allemande jusqu’au dernier nazi.  
L’écriture a toujours été sans référence aucune ou bien elle est… Elle est encore comme au premier jour. Sauvage. Différente. Sauf les gens, les personnes qui circulent dans le livre, on ne les oublie jamais elles ne sont regrettées par l’auteur. Non, de cela je suis sûre, non l’écriture d’un livre, l’écrit. Donc c’est toujours la porte ouverte vers l’abandon. Il y a le suicide dans la solitude d’un écrivain. On est seul jusque dans sa propre solitude. Toujours inconcevable. Toujours dangereux. Oui. Un prix à payer pour avoir osé sortir et crier.  
(…)
Je crois que c’est ça que je reproche aux livres, en général, c’est qu’ils ne sont pas libres. On le voit à travers l’écriture : ils sont fabriqués, ils sont organisés, réglementés, conformes on dirait. Une fonction de révision que l’écrivain a très souvent envers lui-même. L’écrivain, alors il devient son propre flic. J’entends par là la recherche de la bonne forme, c’est-à-dire de la forme la plus courante, la plus claire et la plus inoffensive. Il y a encore des générations mortes qui font des livres pudibonds. Même des jeunes : des livres charmants, sans prolongement aucun, sans nuit. Sans silence. Autrement dit : sans véritable auteur. Des livres de jour, de passe-temps, de voyage. Mais pas des livres qui s’incrustent dans la pensée et qui disent le deuil noir de toute vie, le lieu commun de toute pensée.  
Je ne sais pas ce que c’est un livre. Personne ne le sait. Mais on sait quand il y en a un. Et quand il n’y a rien, on le sait comme on sait qu’on est, pas encore mort.  
Chaque livre comme chaque écrivain a un passage difficile, incontournable. Et il doit prendre la décision de laisser cette erreur dans le livre pour qu’il reste un vrai livre, pas menti. La solitude je ne sais pas encore ce qu’elle devient après. Je ne peux pas encore en parler. Ce que je crois c’est que cette solitude, elle devient banale, à la longe elle devient vulgaire, et que c’est heureux.

Marguerite Duras

1914-1996, Francia

El Amante

Y otra vez, en el curso de ese mismo viaje, durante la travesía de ese mismo océano, también ya estrenada la noche, en el gran salón del puente principal se produjo el estallido de un vals de Chopin que conocía de un modo secreto e íntimo porque había intentado aprenderlo durante meses y nunca había logrado interpretar correctamente, nunca, lo cual fue motivo de que, enseguida, su madre consintiera en permitirle abandonar el piano. Esa noche, perdida entre noches y noches, de eso estaba segura, la chiquilla la pasó en ese barco y estuvo allí cuando se produjo el estallido de la música de Chopin bajo el cielo iluminado de brillanteces. No había un soplo de viento y en el paquebote negro, la música se propaló por todas partes, como una exhortación del cielo de la que no se supiera de qué trataba, como una orden de Dios de la que se ignoraba el contenido. Y la joven se levantó como para ir a su vez a matarse, a arrojarse a su vez al mar y después lloró porque pensó en el hombre de Cholen y no estaba segura, de repente, de no haberle amado con un amor que le hubiera pasado inadvertido por haberse perdido en la historia como el agua en la arena y que lo reconocía sólo ahora en este instante de la música lanzada a través del mar.
Como más tarde la eternidad del hermano pequeño a través de la muerte.

Kochanek

Innym razem, a było to jeszcze w ciągu tej samej podróży, po tym samym oceanie i tak samo z początkiem nocy, w wielkim salonie głównego pokładu rozległ się nagle dobrze jej znany walc Szopena, znany sekretnie i najbardziej osobiście, gdyż miesiącami próbowała się go nauczyć; nigdy nie udało się jej zagrać poprawnie, nigdy, co sprawiło, że matka kazała jej zaprzestać gry na fortepianie. Tej nocy, zagubiona wśród wszystkich tych nocy, młoda dziewczyna przechodziła właśnie przez pokład i znalazła się tam, gdzie się to stało, gdy nastąpił ów wybuch muzyki Szopena pod niebem rozjaśnionym od błysków. Nie było najmniejszego powiewu wiatru i muzyka rozchodziła się wszędzie po ciemnym statku jak po niebie o nieznanych zarysach, jak rozkaz boski o niewiadomym znaczeniu. I młoda dziewczyna podniosła się, jakby to ona z kolei chciała się zabić, rzucić w morze, po czym się rozpłakała, gdyż pomyślała o mężczyźnie z Cholon i nagle nie była już pewna, czy nie kochała go miłością nie znaną jej dotąd, która wsączyła się w tę historię jak woda w piasek, i że dopiero teraz odnajdywała miłość obecną w muzyce rzuconej przez morze. Podobnie było z nieśmiertelnością małego braciszka uzyskaną przez śmierć.

L’AMANT, Jane March, Tony Leung, 1992, (c) MGM

L’amant

Et une autre fois, c’était encore au cours de ce même voyage, pendant la traversée de ce même océan, la nuit de même était déjà commencée, il s’est produit dans le grand salon du pont principal l’éclatement d’une valse de Chopin qu’elle connaissait de façon secrète et intime parce qu’elle avait essayé de l’apprendre pendant des mois et qu’elle n’était jamais arrivée à la jouer correctement, jamais, ce qui avait fait qu’ensuite sa mère avait consenti à lui faire abandonner le piano. Cette nuit-là, perdue entre les nuits et les nuits, de cela elle était sûre, la jeune fille l’avait justement passée sur ce bateau et elle avait été là quand cette chose– là s’était produite, cet éclatement de la musique de Chopin sous le ciel illuminé de brillances. Il n’y avait pas un souffle de vent et la musique s’était répandue partout dans le paquebot noir, comme une injonction du ciel dont on ne savait pas à quoi elle avait trait, comme un ordre de Dieu dont on ignorait la teneur. Et la jeune fille s’était dressée comme pour aller à son tour se tuer, se jeter à son tour dans la mer et après elle avait pleuré parce qu’elle avait pensé à cet homme de Cholen et elle n’avait pas été sûre tout à coup de ne pas l’avoir aimé d’un amour qu’elle n’avait pas vu parce qu’il s’était perdu dans l’histoire comme l’eau dans le sable et qu’elle le retrouvait seulement maintenant à cet instant de la musique jetée à travers la mer. Comme plus tard l’éternité du petit frère à travers la mort.

Diseña un sitio como este con WordPress.com
Comenzar